Abra Cadabra
Y en este nuevo año vuelve una historia más, de ésas que salen de repente sin saber bien de dónde y te pillan estudiando en medio de la biblioteca. Dedicada a aquellos que aún creen en la magia, ya sea metida en un cajón o en los mayores escenarios de Nueva York.
Nervios.
"Éste es el día", dijo para sus adentros en el camerino. La mano, temblorosa, apretó el nudo de la corbata contra el cuello de la camisa antes de recoger con el dorso el sudor frío que inundaba su pálida frente. Un impecable frac negro hecho a medida guardaba dos de los grandes secretos del mago aquella noche. El primero eran los cercos de sudor remarcados en las axilas de la camisa blanca, en cuyo interior pequeñas gotas heladas se deslizaban costado abajo en un quizás premeditado intento por distraer al mago. El segundo no era otro que una temblorosa vejiga, egoísta y caprichosa, que había decidido convertirse en el centro de atención aquella noche. Bien sabía el mago de ambas cuestiones, pues no dejaba de sacudir la camisa cogiéndola con el índice y el pulgar mientras contenía aquellas repentinas ganas de orinar. Se miró al espejo, extrañándole la cara del personaje que encontró al otro lado. Siempre apuesto, de impecable planta y estilo, aquella noche parecía una caricatura de sí mismo. Se tocó el corte que se había hecho en el cuello al afeitarse hacía ya una hora. Escocía, sobretodo cuando le caía algo de sudor. Por suerte ya no sangraba. Volvió a colocarse la corbata, no estando seguro de haberlo hecho bien la vez anterior, y miró en derredor. La penumbra que rodeaba al espejo iluminado por leves bombillas le cayó encima como un gigante, haciendo que los nervios aumentasen. "El mago más grande de todos los tiempos", le llamaban. Ése era su reclamo allá donde iba, e incluso algunos ya lo habían bautizado como "el nuevo Houdini". La verdad es que no era para menos, pues a lo largo de sus años como ilusionista había realizado los trucos y efectos más complejos, los más espectaculares y los más inverosímiles. Sólo le quedaba el de esa noche, el número más difícil y genial de toda su carrera, reservado para realizarse aquella noche en el Gran Teatro. En su despedida. Porque, se decía, tras aquel truco no merecería la pena subirse más a un escenario. era el gran número, pero debía salir bien. Desde la presentación hasta el vestuario pasando por la puesta en escena y la ejecución. Se mesó el denso bigote para darle la forma perfecta y justo entonces escuchó los aplausos que le reclamaban desde las gradas. El telón, rojo y grueso, estaba a punto de subir sólo para él. Mirose al espejo, puso la tiesa y brillante chistera sobre su cabeza engominada y sin más artefactos salió al tableado que componía el suelo del escenario. Se colocó en el centro, las luces enfocándole y cegándole, se puso la mano en la cara a modo de visera e hizo una señal al tramoyista. Todo estaba listo. Tragó saliva una vez más y contuvo la vejiga, mientras al otro lado de la tela roja que ascendía perezosa tronó la orquesta para darle la bienvenida, enmudecida al poco por el griterío y los aplausos. pisó firme para calmar el temblor de las piernas cuando vio las gradas llenas y vivas, ni un alma quieta, todas rompiendo en vítores. Aguardando, como en todos los espectáculos, ser sorprendidos. Que él, el nuevo Houdini, sacudiese su realidad y la reinventara por unos instantes para ellos. Pero aquella actuación no fue como las demás.
Ni siquiera saludó. Estaba centrado en el gran número, en el truco final. Simplemente se quedó ahí, paralizado, envuelto en grandes luces que centraban toda la atención y todas las miradas en él. Poco a poco los aplausos se fueron apagando y dejaron paso a la expectación, y así acabó todo el público, sentado, pero con el cuerpo echado hacia delante, impacientes. El mago siguió sin moverse ni hacer el más mínimo gesto, con la mirada perdida. Veía el graderío, e imaginaba el brillo de los ojos de la gente apagándose lentamente. Recordó el gran truco y siguió allí quieto, con todos los músculos en tensión y los nervios a flor de piel. El sudor afloró más intensamente, pero no se movió. Siguió paralizado en su último espectáculo, el que se había vendido como el más grande de su carrera. Pero la magia no vive sólo de promesas, y sus ojos se inundaron cuando comenzaron los abucheos. Sus seguidores gritaron increpándole, e incluso alguno le amenazó con represalias si no empezaba. Notó cómo el teatro se empequeñecía y le apresaba, y cómo las caras de ira estaban cada vez más cerca y eran más nítidas. Desvió ligeramente la vista cuando uno de los espectadores se levantó indignado y fue hacia la salida. Le acompañó con la mirada hasta que cruzó la puerto, y justo en ese momento, cuando más ganas tenía de calmar a la gente, cuando el instinto le decía que debía hacer algo, la rigidez de su cuerpo aumentó. Uno a uno el público fue saliendo mientras los focos de las gradas, quizás para ocultar parcialmente el bochorno, se apagaron. Un espectador debió aprovechar esos momentos de oscuridad y anonimato, pues desde el graderío cayó un tomate que impactó en la chistera del mago tirándola al suelo a su diestra. Pasados unos minutos de abucheos e insultos, el teatro quedó en completo silencio. El denso aire flotaba pesado, holgazán, y la luz del único foco que permanecía encendido, el que le iluminaba a él, se mantenía como un dedo acusador. Una lágrima descendió por la mejilla del mago hasta tocar la base del rizo del bigote, perdiéndose entre los enrevesados pelos. A esa lágrima le siguió una sonrisa, primero tímida y luego de completa satisfacción. Se relajó, dio media vuelta, se acercó a la chistera y tras cogerla lentamente, deleitándose, la limpió y se la volvió a acoplar en la cabeza. Escuchó atentamente y no oyó nada. Respiró tranquilo. El truco más difícil de su carrera había salido a la perfección y nadie además de él se enteraría nunca: había matado a la magia.
2 comentarios
Ángel -
Johny Drama -
BRAVO MAESTRO!!!!!